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Todo había empezado como un juego inventado por Papá para que el Nene se fuera a la cama sin protestas, y que Mamá, con cara complacida, seguía con la mirada desde la cocina mientras preparaba la cena, lavaba los platos o ponía en remojo las legumbres para el guisado del día siguiente, contenta de saber que cuando el Nene estuviera dormido tendría unos momentos de paz para sentarse junto a su hombre a hablar de los acontecimientos del día, escuchar música o simplemente acariciarse el uno al otro hasta que el sueño los venciera. Mientras ella vivió, todas las cartas estaban sobre la mesa y los presagios eran sólo una excusa, el previsible adelanto de lo que sucedería un momento después: "hay un nene que se lavará los dientes", "hay cierto niño que tiene que irse a dormir", "esta carta anuncia un sueño plácido con muchos angelitos para alguien que yo me sé". Eran tan de broma los vaticinios que hasta el mazo oracular era mestizo: restos de otros mazos desahuciados, la forzada convivencia pacífica de naipes españoles y franceses. Sin embargo, los tres eran felices cómplices de ese ritual doméstico en el que cada cual jugaba un rol previamente asignado, una puesta en escena repetida cada noche con el absoluto beneplácito de los otros: Mamá sonreir, Papá mezclar la baraja y repartirla sobre la mesa formando un dibujo que en cada tirada pretendía ser diferente, y el Nene acatar refunfuñando lo que el destino supuestamente le ordenaba. El día en que internaron a Mamá, fue el Nene - que a esa altura se llamaba Carlitos - quien insistió para que aquella misma noche Papá volviera a barajar las cartas, pero fueron los dos, sin decirse una palabra ni atreverse a levantar los ojos de la mesa, los que humedecieron con sus lágrimas el tapete de lana verde cuando la dama de pique apareció rodeada de bastos. La enterraron un domingo de sol radiante en que la primavera cercana se presentía en las ramas hasta ayer negras de los plátanos, mientras Carlitos no podía dejar de pensar cómo le hubiera gustado aquel día a su pequeña madre. Esa tarde, con los ojos nublados, quemó en un fogón de la cocina la carta con la dama de pique y, sin pedir permiso a nadie, soltó las cotorras, regaló las plantas a las vecinas del edificio y decidió que la vida era un sinsentido que ni siquiera merecía el altivo gesto del suicidio. A partir de aquella noche en que la cocina se había quedado sin sonidos, ya no se cenó en la casa. Su padre adquirió, según dijeron, la melancólica costumbre de los bares, y él prefería comer cualquier cosa por la calle, entre cigarrillo y cigarrillo. Se encontraban al regreso, casi de madrugada y frente a una taza humeante de un líquido impreciso; los dos igualmente taciturnos, opacos y sin esperanza, con la desolada certeza de que la alegría se había escapado tras una mujer menuda con nombre de flor antigua, esa mujer que ahora yacía sola y callada en un lugar cerrado, oscuro y húmedo. El padre seguía jugando con el ajado mazo de cartas, y el hijo, ya Carlos para siempre, preguntaba sobre el porvenir de una existencia que el padre descifraba promisoria, leyendo paz donde sólo había espadas; apasionadas mujeres esperando a la vuelta de una esquina, fortunas millonarias al alcance de la mano, viajes a exóticos países en compañía de importantes personajes: según Papá todo aparecía allí, sobre el tapete verde, como si de una pantalla de cine se tratara, contradiciendo los días repetidamente iguales, la mediocridad sin atenuantes del Nene ya crecido. Este, que calló al principio para engañar la realidad y no desconsolar al padre, empezó al poco tiempo a ahogarse con tanta saliva amarga mal tragada, con tanta desmentida silenciosa, con tanto grito sofocado. Grababa en su mente las cartas portadoras de bonanza y, esa misma noche, las convertía en ceniza. Quería obligar a la suerte -y a su padre, que dormía inocente- a no mentirle. El viejo, sin notar que el número de cartas disminuía cada noche impidiéndole componer los antiguos arabescos, pensaba haber perdido su habilidad para el dibujo, culpando de este hecho desgraciado a la senilidad y la nostalgia, a las que llamaba, con inconsciente ternura, "mis dos nuevas compañeras de infortunio". La noche que del mazo amestizado quedó tan sólo un as de trébol mustio, el Padre se levantó en silencio de su silla y, mirando a la mesa, habló al hombre que tenía a su lado: -Tiene suerte, hijo, pero no tanta como para compartirla. Carlitos, finalmente un maduro Señor Carlos, pudo ver cómo su padre se marchaba. Jamás, pese a esperarlo, vio el regreso. |
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Viernes 23 de marzo de(l) 2001. Vamos a comer con Jota y otra pareja de amigos a El Pebre Blau de la calle Banys Vells. Después de allí nos acercamos hasta el Gimlet Bar. Algunos quieren tomar una última copa antes de acostarse. Son casi las tres de la madrugada cuando logramos separarnos de nuestros acompañantes en la esquina de Ferrán y Vía Layetana. La calle está animada, pero por la acera que transitamos con Jota, la izquierda de Ferrán en dirección a las Ramblas, no nos hemos cruzado con nadie. Como suele ser costumbre en estos casos, vamos comentando algunas circunstancias de la cena. De pronto siento un susurro extraño y giro la cabeza. A dos metros de distancia nos sigue un globo plástico de unos ochenta centímetros de altura. Ha perdido algo de gas, pero de cualquier manera conserva bastante intacta su apariencia de delfín. Sorprende
la presencia de este extraño personaje nocturno de color azul
metalizado que se desliza erguido sobre la cola con suave elegancia.
Lleva el morro hacia adelante y arrastra un trozo de hilo de poco más
de dos palmos. Nos detenemos para mirarlo y él se detiene también.
Volvemos a caminar y él retoma nuevamente su marcha. Una pareja mayor que pasea tomada del brazo se queda paralizada, los ojos tan redondos como las monturas de sus gafas, al enfrentarse con nosotros. A través de sus miradas tomo conciencia de que formamos un extraño cortejo. Cada vez que nos detenemos el delfín se detiene. Cuando damos unos pasos él vuelve a seguirnos. La pareja de ancianos, estupefacta, no se mueve de su sitio. Por nuestro lado pasan pequeños grupos de gente joven. Miran al delfín, nos miran y vuelven a mirar al delfín. Nos quedamos parados en medio de la calle y el delfín nos imita, manteniendo siempre la distancia que lo separa de nosotros. Los jóvenes viandantes tienen bastante alcohol encima como para no cortarse con la escena, que, con otra ambientación y distintos colores, parece copiada de "Le balon rouge" de Albert Lamorisse. Estos borrachos además de jóvenes son simpáticos. Lanzan exclamaciones, se ríen, acarician a nuestro perseguidor metalizado que continúa impasible en mitad de la plaza, apuntando con el hocico hacia donde estamos. Decido
extremar la experiencia y, alargando el brazo derecho, moviendo la mano,
lo llamo. -Tú
te quedas aquí. A la mañana siguiente me asomo para ver los restos de lo que alguna vez fuera un objeto animado y el globo azul metalizado sigue allí, sin cambios aparentes; meciéndose suavemente con el aire, apuntando con el morro hacia donde estoy, mirándome. Le digo "buenos días" y me pongo a trabajar. Sonrío. Un
rato después algo muy sutil roza mis piernas. Supongo que es
el gato y estiro una mano para acariciarlo. Me encuentro con una superficie
fría y lisa. Es el globo con aspecto de delfín. No logro
entender cómo se ha colado por la puerta entreabierta, ha atravesado
toda la cocina y, haciendo un giro de casi 180 grados, ha entrado en
la habitación donde trabajo, para finalmente instalarse, siempre
erguido, bajo de la mesa del ordenador. No hay viento alguno, y el felinesco
Federico, que anda por allí con cara adormilada, ha visto pasar
el objeto inflado sin echársele encima. Durante varios días tuve un gato, ocho peces y además un delfín, éste último desinflándose poco a poco, muriendo de pie, como un árbol, al lado de mi mesa de trabajo. Barcelona, febrero de 2002 |
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El pasado primero de mayo, Daniel Melgarejo, dibujante argentino y entrañable amigo, hubiera cumplido cincuenta y tres años. La muerte, tan desagradable y apresurada como siempre, decidió poner punto final a su historia muchos años antes, en el otoño de 1989. Lo hizo en Nueva York, la ciudad que acogió sin demasiadas reservas la inclasificable personalidad de un porteño con raíces trashumantes que, recién comenzados los setenta, había elegido como primera escala de su periplo por el mundo la oscura Barcelona predemocrática, más cercana a Jean Genet y al brestiano Jazz Colón que a Gucci, Cartier o Carolina Herrera. Peret y Miguel Gallardo, conocidos dibujantes barceloneses, conocieron a Melgarejo cuando trajinaba por calles, revistas y agencias de publicidad, acompañado siempre por su cáustico humor, aunque también por un puñado de lápices y unos cuantos papeles, esa infraestructura móvil que le permitía ganarse la vida al mismo tiempo que lo ayudaba a dar cuerpo a algunos de sus delirios y sueños. Haciendo orden en mi estudio, revolviendo y tirando papeles, encontré unas notas que había escrito cuando convivimos durante unas semanas en el apartamento que Daniel alquilaba en el West Side de New York. Aquella fue la última vez que nos vimos. Aunque han pasado muchos años desde su muerte, puedo asegurar que "el Melga" siempre está a mi lado, que por una u otra razón siempre lo recuerdo.
Me
anunció su enfermedad por teléfono, con el mismo desparpajo
conque hablaba de todas sus cosas, por más íntimas que
fueran. Aunque
todos los miembros de la familia Melgarejo eran católicos practicantes,
Daniel había nacido en Villa Crespo, un tradicional barrio judío
de la ciudad de Buenos Aires. Según solía decir, allí
le habían contagiado el perfil semítico, esa nariz accidentada
y prominente que, dependiendo de la calidad de sus humores, emparentaba
con las de Wanda Landowska, Jimmy Durante o Barbra Streisand. Los últimos
años de su vida los vivió en Nueva York, en un colorido
apartamento del West Side, cerca de Broadway y la calle 42. La cocina
amplia y luminosa estaba pintada de turquesa y amarillo, pero esto no
la convertía en un ambiente juvenil de serie televisiva o en
una imagen satinada y amable de revista de decoración, porque
los tonos elegidos para esos colores y la forma en que habían
sido usados sobre las distintas superficies tenían tal densidad
plástica, tal intención pictórica, que recordaban
mucho más las pinturas que Picasso y Matisse dedicaron en su
momento a la Costa Azul francesa. Por
aquella época, un invierno no demasiado crudo de los años
ochenta, yo todavía fumaba. Cada vez, y eran muchas en el día,
que hacía el gesto mecánico de buscar un cigarrillo, Daniel,
que ya había dejado de consumir porros y jamás había
sido aficionado al tabaco, me miraba con cierta irónica ternura,
que yo, ansioso como estaba por cargarme de toxinas, prefería
no tener en cuenta. Un segundo después, preocupándose
porque su voz sonara de la forma más neutra y dulce posible,
me decía cosas del estilo de "Dante, ¿por qué
te empeñás en estropear el maravilloso aroma de estos
pomelos con ese olor nauseabundo?" o "¿Y si tratás
de relajarte? Aquí somos todos amigos
" Mientras
yo estaba parando en casa de Daniel, un rubio y nervioso dibujante holandés
que pretendía ser su novio le regaló dos docenas de tulipanes
amarillos, un presente muy caro para la Nueva York de aquel momento.
Un
rato más tarde, cuando ya abandonábamos la casa de Daniel
rumbo al aeropuerto, eché una última mirada hacia los
tulipanes amarillos: diez días después de su llegada todavía
seguían cantando enfurecidos desde lo alto de la nevera. Recortándose
con insolencia sobre el azul turquesa de las paredes, parecían
el sol de un mediodía estival detenido sobre las aguas quietas
y profundas del mediterráneo. Abril 2001 |
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Megalómano,
omnipotente, me inquieta pensar que puedo haber sido yo, con mis aprensiones,
quien lo enfermó de muerte. Llevaba allí, sumergido en
la pecera, un buen montón de tiempo. Me costaba verlo. Cada día
al levantarme lo buscaba, obsesivo, entre las plantas acuáticas
y los otros siete peces. BCN, 19 de noviembre de 2002 |
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