El Hombre de sus sueños
novela

Ed.
Tusquet, premio 1993 de La sonrisa vertical.
Fragmento
seleccionado por Luis García Berlanga para "Mis relatos
eróticos preferidos", Revista Concha (España) y
revista Blanco Móvil (numero especial sobre literatura erótica),
Mexico 2002.
|
|
Entre
los hombres hay pocos que sean honestos,
pero entre las mujeres ninguna.
Paul Morand, L'allure de Chanel.
La
mujer de Juan Carlos viene a verme por algo referente al edificio. La
hago pasar y decido invitarla con un café.
Acepta. No tengo veneno. Se lo escupo.
Pienso
que mañana sin falta compraré una dieffenbachia, por si
se le ocurre volver otro día a hablar conmigo. Elogia el color
de las paredes. "Es antiguo", le digo, "me muero por
cambiarlo". Se detiene frente a una reproducción que cuelga
sobre mi escritorio y estirando la cara, frunciendo la boca, llevándose
una mano a la barbilla confiesa: "Adoro Monet". "Van
Gogh", la corrijo. Se disculpa por la torpeza cometida y, bajando
los ojos hacia los zapatos, enrojece súbitamente. No sé
por que la contradije. Es un Monet, lo sé muy bien.
Le digo que se ponga cómoda, que me cuente en detalles la razón
de su visita.
Mientras ella, sentada frente a mí, me habla de ascensores y
rellanos, de porteros y recibidores, yo me entretengo mirando sin ninguna
discreción sus piernas. Son vulgares, amorfas, de tobillos gruesos.
Al saberse mirada las cruza y las descruza, espanta insectos que no
existen, trata de esconderlas tras los muebles. Le hablo de los zapatos
tan cómodos que llevo, de la calidad y duración de los
pantys franceses que uso habitualmente "¡Ah, si, éstos
mismos!", digo, de las sentadoras faldas cortas. Todo solamente
para llamar su atención sobre las largas y torneadas piernas
que tiene delante mismo de su cara inocente de matrona bien servida.
Se atraganta con el café. Invento rápidamente una excusa
para zambullirme en la cocina y no reírme abiertamente en su
cara. Aprovecha para pedirme agua a gritos, como si estuviera a punto
de deshidratarse por la envidia. Abro el grifo y lleno un vaso hasta
el borde, de manera que al cogerlo no puede evitar que algunas gotas
caigan sobre el sofá donde está sentada. La veo ponerse
roja, buscar algo con que eliminar la mancha absolutamente inocua, optando
al final por el puño impecable de su chaqueta rosa. Me mira con
los párpados caídos, esperando un perdón que la
libere de esa situación desgraciada. La observo fijamente, en
silencio. Abandona el vaso sobre la pequeña mesa que tiene a
su costado, y al hacerlo vuelca un cilindro cerámico lleno de
lápices y
rotuladores. Se agacha a recogerlos, ya totalmente histérica,
y aprovecho la ocasión para decirle lo desgraciada que me haría
que ese cacharro se rompiera. Un regalo de mi madre", miento, "muy
querido para mí." Sin darle un instante de tregua, le pregunto:
"¿Quiere un tranquilizante? La veo muy nerviosa." No
puede contestarme. Debe escapar de aquí, borrarse como sea. Elijo
ser piadosa. "Tendrá que disculparme", le digo, "dentro
de unos minutos recibo una visita." He callado lo más importante:
dentro de un momento llegará su marido, me tomará entre
sus brazos, acariciará mis piernas, mis rodillas, me besará
en la boca, se meterá en mi cuerpo sin pedir permiso, con violencia;
hará de mí una yegua desbocada, un corcel sumiso, y, cuando
finalmente nos llegue a los dos el alivio que buscábamos, descansará
tranquilo, sin recordar siquiera que ella lo espera arriba, paseándose
nerviosa y aburrida sobre nuestros cuerpos abrazados.
Tocan
a la puerta. Estoy recién levantada. Los cabellos sueltos sobre
los hombros, una ligera bata de seda sobre la piel que aún conserva
el olor y la temperatura de las mantas. A los pies de la cama, abandonadas,
un par de medias y unas mórbidas bragas de encaje color carne.
Es Él, por supuesto. Tiene el cabello, la cara y el cuello empapados.
Afuera llueve torrencialmente, y ella, su mujer, se ha quedado dormida
frente al televisor. Se supone que Él ha bajado a... En realidad
no tiene ninguna excusa coherente.
Has bajado porque temías haber olvidado las luces del coche
encendidas.
Bajo el impermeable oscuro lleva un pijama de color borravino. Un fuerte
olor a animal húmedo se desprende de su cuerpo, embriagándome.
Se descalza; puedo notar que bajo los pantalones de tela satinada no
hay otra cosa que su carne. Lo miro con lujuria, retrocedo.
Estás muy bien, ¿lo sabes?
No me enloquezcas.
No quiero enloquecerte. Te quiero entero, consciente.
Camina hacia mí al mismo ritmo que yo voy retrocediendo. Se quita
el impermeable, dejándolo caer al suelo. Bajo el pantalón
ligero del pijama, una forma conocida comienza a perfilarse, toma cuerpo.
Un escalofrío me recorre, no puedo reprimirlo.
No te escapes de mí...
Tienes que irte. Ella despertará.
No te preocupes por eso. Acabaremos enseguida...
Se ha quitado el batín y comienza a desanudar la cinta que sostiene
el pantalón sobre sus caderas. La bragueta no tiene botones,
y toda yo estoy allí, a la puerta del abismo, sin miedo, deseando
caer al vacío. Estira una mano hacia mí. Me escapo.
Por favor, no lo hagas. Si me tocas no te dejaré marchar.
No me iré sin hacerlo.
No dejaré que lo hagas.
Te mueres de ganas. Parece que gimieras...
No puedes usarme cuando te apetezca, así, de prisa, y luego
marcharte como si nada.
Mira como estoy. ¿Vas a dejarme así?
Por favor Ernesto...
Ernesto... ¿Qué dices? Me llamo Juan Carlos...
Hoy te llamas Ernesto.
(...)
|
|
Salvajes
mimosas
novela

Ed.
Tusquet, colección
La sonrisa vertical. 1994.
....
Traducción
al alemán
Unbezähmbar
Editorial
Bruno Gmünder, Berlin, 1997
|
|
fragmento
(....)
Luego
de una noche con tanto movimiento, Leandro, habitualmente precavido,
cometió la tontería de relajarse y se sumergió
en un sueño profundo, sin notar que el otro ponía el taxi
nuevamente en marcha y lo depositaba, tan desnudo como lo había
encontrado, frente a la puerta de una comisaría. Por extrañas
razones que nunca terminó de entender, el fogoso taxista con
pluriempleo en la policía se empeñó en hacerle
pagar aquel encuentro erótico con unas inesperadas vacaciones
entre rejas. Sus intentos de alegar inocencia fueron vanos. Algunas
pequeñas raterías adolescentes, su larga situación
de parado, una causa pendiente y los consejos especialmente estúpidos
de un abogado mediocre recomendado por su familia, hicieron que fuera
a parar a la Modelo. Allí tuvo tiempo para repasar no sólo
su vida, sino también las libretas de direcciones y teléfonos
que su hermano, como un favor hecho a regañadientes, le acercó
a la cárcel. Entre polvos de una noche con "te llamaré
otro día", conocidas ocasionales que se decían amigas
y dos o tres relaciones de cierta importancia, el nombre de Enrique
Izabi estaba subrayado con doble línea. En una época le
había divertido destacar con colores diferentes las características
particulares de sus conocidos, usando el color que más apreciaba
un rosa furioso solamente para los amantes de máximo
interés. Desde el primer día Enrique le había confesado
que no gozaba acostándose con otros homosexuales y, a partir
de allí, la aproximación erótica de aquel encuentro
se había convertido en una amable relación de bares, fiestas
de casal y algún esporádico té con pastas. De cualquier
manera, a pesar del tiempo transcurrido y de ese primer desencuentro
sexual, el nombre de Enrique seguía invariablemente subrayado
en rosa, como el de alguien con quien Leandro hubiera deseado convivir
largo tiempo, aunque sólo fuera como amigos.
(....)
|
|