De recuerdos y melancolías

nota para la revista Lateral [BCN]. 10/02/2002

 

Borges y Bioy Casares comentan una nueva novela de Manuel Mujica Lainez. Borges dice: "No parte de una situación o de unos personajes. Parte de algo que no es nada. Por ejemplo, una vieja que vive sola en una quinta. Después agrega episodios que le divierten: homosexualidad, porque es moderna, algunos muchachos que él conoce, la historia de ese príncipe portugués que fue a un baile y al que nadie se le acercaba porque no sabían cómo tratarlo, si de Alteza, Monseñor o simplemente señor... Yo creo que escribe novelas porque es chismoso. Después el lector se pregunta lo que habrá querido decir el autor y eso es precisamente lo que el autor nunca supo".

Acabo de releer "El salón dorado", el último de los cuentos de Misteriosa Buenos Aires, publicado por primera vez en 1950 y reeditado por Alfaguara en el primero de los dos tomos de Cuentos Completos", una exhaustiva recopilación de las narraciones cortas de Manuel Mujica Lainez.

La historia de Doña Sabina, esa gran señora oligárquica y autoritaria que lo pierde todo sin darse cuenta de nada, está ambientada en 1906. Parece, sin embargo, una metáfora de la Argentina actual. Si, como decía Borges, su autor no tenía idea de lo que estaba diciendo, al menos debemos suponerle cierta clarividencia que, doy fe, no le hubiera molestado.

De recuerdos y melancolías

En la ciudad de Buenos Aires, el signo de Capricornio llega acompañado por el verano, envuelto en calores y humedades de verdad insoportables. Sin embargo el señor que estaba frente a mí vestía una chaqueta tipo esmoquin de suave paño negro sobre un chaleco cruzado en brocado de fantasía y una camisa blanca de mangas tan largas como para dejar ver sus puños vueltos, notablemente enriquecidos por unos gemelos rectangulares de oro labrado.

"¡Qué tipo ridículo!", pensé. Lucía con evidente orgullo un plastrón de crespón brillante cuando todos los jóvenes modernos habíamos decidido que la corbata era un complemento innecesario, estúpido, obsoleto. Llevaba bastón con empuñadura de plata al mismo tiempo que los Rolling Stones proclamaban sus simpatías por el demonio agitando la pelvis como ni el mismísimo Elvis Presley se había atrevido a hacerlo nunca.

Si no hubiese sido tan joven, si mi espíritu no hubiera estado poseído por liviandades, menosprecios y autosuficiencias que se consideran propios de la edad que yo estaba atravesando en aquel momento, tal vez podría haber sido menos prejuicioso. Porque, ¿cómo osaba tildar de ridículo al señor que estaba a mi lado, teniendo en cuenta la ropa y la melena que yo mismo llevaba, el corte de pelo y los atuendos que lucían todos los otros asistentes al sarao en el que nos encontrábamos?

Camisas de "voile" estampado, de seda salvaje, de satén y cretona; camisetas de algodón teñido, manchado, bordado o impreso; pañuelos atados a los brazos y las piernas, rodeando el cuello o la cabeza; pantalones con los bajos acampanados -"oxford", según los argentinos- que, en todos los colores imaginables, parecían derramarse sobre zuecos, zapatos de plataforma o sandalias de tipo artesanal que, para no pasar desapercibidas junto a tanta extroversión ambiente, se mostraban decoradas con abundancia de tiras, tachas metálicas y repujados diversos.

Ahora no me caben dudas en cuanto a que nuestros ropajes eran tanto o más insólitos que los que llevaba el atildado señor que tenía frente a mí, sólo que éste parecía haberse fijado en una edad pretérita, en un dandismo que podía verse solamente en las películas de época, mientras que nuestros atuendos correspondían a la extravagancia de moda, aquella que nos llegaba, aupada por todos los medios de difusión, sacralizada e inobjetable, desde Inglaterra y Estados Unidos.

Aquel día festejábamos el cumpleaños número treinta del arquitecto David Mulhall. Sujeto con orgullosa abnegación a sus raíces anglosajonas, nuestro común amigo había decidido conmemorar su aniversario con un "open house": un día completo de puertas abiertas y "esmerado servicio de buffet" para todos aquellos que se acercaran a felicitarlo.

Debo confesar que me sentía algo incómodo. Era un recién llegado al grupo de selectas amistades del dueño de casa, casi todas ellas presentes en la fiesta. Allí se encontraban un buen número de jóvenes arquitectos, pero también varios escenógrafos y decoradores, artistas plásticos, periodistas y profesionales de la publicidad, alguna gente de teatro y dos o tres modelos de éxito. En suma: una porción tan juvenil como prometedora del "tout Buenos Aires" y su autodenominada "Beautiful People".

Era evidente que nadie sobrepasaba los treinta y pocos años, salvo el pintoresco personaje que estaba frente a mí, ese señor maduro del plastrón anacrónico al que le brillaba la calva casi tanto como los ojos pequeños, retintos y burlones, dos puntos de luz oscura bajo unas cejas negras de trazo grueso que parecían copiadas de las de Groucho Marx . Un bigote hirsuto y bastante canoso ensombrecía apenas el labio superior, embozaba un poco la sonrisa; una presencia casi constante, diría que giocondesca, en aquella cara inequívocamente masculina.

La voz del dueño de casa acabó con mis soliloquios:
- Dante, querido: éste es Manuel Mujica Láinez, Manucho para sus amigos. Dice que tiene muchísimo interés en conocerte.
¿O sea que aquel señor excéntrico -sabiendo de quien se trataba jamás podría volver a usar la palabra ridículo para definir su estilo- era nada menos que uno de los patriarcas de la literatura argentina?
Deduje que alguien, David mismo, le había hablado de la calidad de mis dibujos. Durante aquellos años yo no confiaba para nada en mis atributos físicos, apenas un poco en mi encanto personal. Prefería creer que la gente se acercaba a mí seducida por el talento o la inteligencia. Quizá sea necesario alegar como disculpa a tanto despropósito que recién había abandonado los veinte años y era el hijo menor, algo tardío, de una pareja bastante madura.

Hacía calor, pero una brisa fresca movía las ramas más tiernas de las acacias que llegaban desde la acera cercana hasta el amplio balcón del piso donde estábamos, en un barrio muy tranquilo, residencial, de la zona norte de la ciudad.
"¿Vamos allí afuera?", preguntó el escritor famoso.
Yo asentí, aunque hubiera preferido salir corriendo hacia la calle. ¿De qué íbamos a hablar? Si bien por aquellos tiempos era un lector ansioso, no había leído ninguno de sus libros. Sartre, Camus, Truman Capote y Jean Genet; los Trópicos y Crucifixiones de Henry Miller y el cuarteto "alejandrino" de su epistolar amigo, Lawrence Durrell; James Hadley Chase, Dashiell Hammett y toda la novela negra americana; el teatro de Tennessee Williams y las misteriosas novelas de Ray Bradbury, Olaf Stapledon y Theodore Sturgeon, ocupaban la mayor parte de mi tiempo.
Como es obvio, volvía a equivocarme. Pensaba que nada podía aprender de aquellas novelas clásicas pobladas de minotauros, hadas y elfos o de deformes y atormentados nobles italianos.

"Bueno, Dante", dijo Manucho, mientras dejaba su copa sobre uno de los pilares que sostenía la barandilla del balcón. "Aunque no te conozco ni sé absolutamente nada de ti, con sólo mirarte podría asegurar que te dedicas al arte... ¿A la plástica quizás?"
Me reí con ganas frente a aquella inocente impostura.
"Conociéndolo a David, no hace falta ser adivino", dije.
"Pero sin embargo, y aunque te cueste creerlo, yo sí lo soy. Y no te rías... A ver, Dante: déjame ver tus manos. Supongo que sabrás que en ellas viene escrito todo nuestro destino".
Aunque la situación empezaba a inquietarme, mis manos fueron a parar entre las suyas. Yo nunca llevaba joyas; me parecían molestas e innecesarias. Él tenía anillos en casi todos los dedos. También las uñas fuertes y bien cuidadas, muchas pecas y bastante vello, canoso y espaciado.
"Estás pasando por un momento de cambio... Ahora hay mucha incertidumbre y desasosiego en tu espíritu, pero todo esto es pasajero. Casi podría asegurarte que se aproxima una época maravillosa, llena de triunfos y felicidad.
La predicción era tan positiva que empezaba a creérmela. Mi alhajado nigromante señaló con el dedo índice un punto, un pequeño lunar sin importancia, en la palma de mi mano.
"Mira aquí... Se ve con toda claridad. Conocerás a alguien que cambiará de forma radical tu vida".
Hizo un silencio mientras me miraba con una expresión entre tierna y burlona.
"Es alguien importante", prosiguió. "Una persona muy famosa, también artista... Algo mayor que tú, pero con grandes dosis de talento y sentido del humor. Los que lo conocen suelen decir que posee un gusto exquisito. Es también un gran viajero... Un tipo cariñoso, buen amigo de sus amigos, y hasta me atrevería a decir que nada despreciable como amante... ".
Retiré la mano, riendo. Me hizo gracia que un personaje con tanto prestigio, con tanto señorío y alcurnia, usara aquel truco inocente para seducir jovencitos.
"Si el que aparece allí es el famoso autor de una novela que se llama Bomarzo, yo también puedo verlo. Ahora mismo lo tengo enfrente, haciéndose pasar por quiromántico".
Su cara cambió de expresión, lo cual me hizo pensar que estaba acostumbrado a que todos los otros siguieran el juego de la adivinación hasta sus últimas consecuencias.
"¡Mira tú a este muchachito! Joven, agraciado y para colmo inteligente. ¡Una verdadera monada!".
Mi vanidad había crecido tanto que amenazaba con escaparse por todas las costuras. Mi erotismo, sin embargo, continuaba retozando libremente a kilómetros de allí, en un pequeño piso de la calle Chacabuco, casi esquina México.

Esa misma noche le confesé que no había leído ninguno de sus libros. No pareció ofenderse, pero me hizo prometer que si me regalaba su último volumen de cuentos, no sólo lo leería, sino que además le daría mi opinión sobre él. Desde aquellos días hasta hoy he trajinado muchas casas y varios países. Ahora me pregunto dónde habrá ido a parar aquel ejemplar de "Crónicas reales"con su cariñosa dedicatoria autografiada.

A partir de ese primer encuentro nos hicimos amigos y ya como tales nos vimos muchas otras veces. Me invitaba a cenar a restaurantes de lujo: yo iba de denim azul, él de terciopelo oscuro. Los camareros lo atendían como a una celebridad real y a mí como a su príncipe consorte. Le gustaba comportarse como lo que era, un auténtico caballero de otra época. Cedía el paso, separaba la silla para que te sentaras, te acercaba el menú para que eligieras primero. Si bien mi vanidad seguía creciendo alimentada por tantas gentilezas, a la mayor parte de mi persona no le gustaba en absoluto el papel que le había tocado en suerte.

Poco tiempo después Manucho encontró un partenaire a su medida; alguien que creyó las profecías que el escritor quiromántico había leído en las líneas de su mano y decidió aceptarlas como episodios ineludibles de su destino.
Juntos vinieron a conocer mi casa, que era también mi estudio. Fue allí, sobre la recién ordenada mesa de trabajo y con los rotuladores de color que tenía más a mano, donde Mujica Lainez dibujó el "beso de leones". Un dibujo muy complicado, según nos dijo cuando logró terminarlo, porque aquellos eran los primeros leones de perfil que había hecho en su vida.
El dibujo está fechado en 1968, el mismo año de mi también primera exposición en solitario. Debo reconocer que ya no la recordaba, pero hace unos meses, revolviendo alguno de los cajones donde, más que guardar, escondo los papeles que no me atrevo a tirar al cubo de la basura, me reencontré con un tarjetón que invitaba a aquella muestra. La fecha me golpeó por lo emblemática: Mayo del 68. La imaginación al poder y mis dibujos a colgar de una pared, correctamente encerrados en unos sencillos marcos de varilla fina, tan negra como la tinta china que había utilizado para hacerlos.
La galería, ahora inexistente, se llamaba "El laberinto". Su dueño, Hugo Bonnani, era un fan apasionado de esa novela de Mujica Lainez, que yo, por supuesto, tampoco había leído.

Fue en algún mes cálido, primaveral supongo, de 1975. Nos encontramos por casualidad en el chiringuito central de la Galería del Este. Ya no se veían hippies urbanos ni gente extraña con ropas y peinados extravagantes. El gobierno peronista, poco amante de las minorías, los había borrado de Buenos Aires. Manucho recién llegaba de un largo viaje por Europa y se lo veía triste, más envejecido, notablemente fatigado. Le conté que estaba harto de la situación política, de los constantes apuros económicos; de la triple A, del terrorismo y la policía; que tenía intenciones de buscar otro lugar para vivir, fuera de Argentina.
- Es una verdadera lástima que te vayas. Todos se van... Pero sos muy joven, podés elegir la vida que quieras. Yo, la verdad, ya no encuentro muchos alicientes... Tal vez sea porque he vivido demasiado... Aunque no me quejo, no puedo quejarme. Nunca he sido rico, pero tuve algunos amores, infinidad de amigos, bastante éxito; conocí gente maravillosa e importante; viajé, vi mundo...
Se quedó en silencio, pensando. Supongo que la lista incluía otras muchas cosas, pero en aquel momento prefirió callarlas.
-La vida ha sido especialmente piadosa conmigo- concluyó sin demasiada convicción.
Tenía los ojos desteñidos, casi grises. Miró a su alrededor, como si buscara un lugar para arrojar la tristeza, sacándosela de encima.
-Ahora quiero volver a "El Paraíso". Ya no tengo nada que hacer aquí.
A finales de aquel mismo año me fui de Argentina. Él vivió nueve años más en su dorado retiro cordobés.
Ya nunca volvimos a vernos.

DB/enero 2002

 
       


Los cuadernos del señor Bioy

publicado en Lateral.
Barcelona, noviembre 2002.

 


Sea este cuaderno testimonio de la rapidez de manos del pasado, que oculta, entierra, hace desaparecer todas las cosas, incluso a quien escribe estas líneas y también a ti, querido lector.
A.B.C. > Descanso de caminantes

Caminábamos en silencio por una limpia y desolada avenida Alvear hacia la cercana calle Posadas. Todas nuestras palabras las habíamos gastado durante el extendido, abundante almuerzo, sentados a la mesa que el restaurante La Biela mantenía siempre reservada para uno de sus clientes más prestigiosos, quizá también el más fiel. Así como en aquel lugar habían llamado mi atención los cuidadosos zurcidos de manteles y servilletas (¿quién podría pagar ese trabajo en una ciudad del primer mundo?), ahora me asombraba viendo las calles del barrio de la Recoleta tan desiertas. El mismo viento que barría las hojas caídas de los plátanos en los alrededores de la Plaza Francia, se había llevado, vaya a saber dónde, a todos los posibles transeúntes.

Era el atardecer de uno de los primeros sábados de julio de 1993 y aunque no puedo recordarlo con precisión tiene que haber sido una tarde especialmente fría: sé que los tres llevábamos guantes, bufandas y abrigos muy pesados. El de Mariano y el mío eran azules. El de Adolfo Bioy Casares color piel de camello. Supongo que una persona de su clase nunca se hubiera permitido usar un abrigo oscuro durante el día. Sin embargo todos coincidíamos en el gusto, tan tradicional, tan argentino, por las bufandas escocesas. Por suerte los clanes elegidos no resultaron ser los mismos.

Habíamos decidido acompañar al ilustre escritor hasta su casa y hacia allí íbamos. Vivía con su mujer, Silvina, ya muy enferma por aquellos años, en el quinto piso del sobrio edificio que el padre de las Ocampo, Manuel, ingeniero civil y arquitecto, había construido especialmente para sus hijas, destinando, con un talante entre regio y democrático, una planta completa para cada una de ellas.

Esta casa poco a poco se convierte en un museo de mi familia. Aquí hay cosas que el tiempo todavía no se ha llevado. Cuando yo muera, probablemente se las lleve. El lado bueno: siempre puede uno descubrir algo, en un cajón, en algún anaquel. El lado malo: cierta melancolía que se respira. (ABC, Descanso de caminantes.)

Veinte metros antes de que pasáramos frente al Hotel Alvear Palace, uno de los más tradicionales de Buenos Aires, se encendió la iluminación nocturna. El afrancesado edificio, gris hasta ese momento, se cubrió de un tono cálido, entre beige y dorado. Mientras algunos hombres de uniforme descargaban maletas de un Mercedes negro estacionado frente a la entrada principal, una rubia de edad imprecisa con un abrigo corto de piel oscura bajó del asiento delantero del coche y se dirigió con paso resuelto hacia el hotel. Llevaba gafas de sol con armazón metálica y a la distancia sus piernas me parecieron extremadamente largas y delgadas. El cielo estaba limpio, azul, todavía luminoso.
No recordé haber visto nunca antes una imagen tan definitiva de lujo y refinamiento.

De pronto una voz femenina me devolvió al lugar en el que realmente me encontraba.
–¡No me va a decir que usted es Bioy! ¿Porque usted es Bioy, verdad?– Nos había cortado el paso y enfrentaba desde una distancia muy comprometida al único que le importaba de los tres.
–Aunque lo lamente, no me queda otra– dijo el aludido con una sonrisa entre burlona y desprotegida.

La que preguntaba pareció no oírlo. Era una mujer muy joven, bastante alta y delgada. El pelo castaño, desordenado y crespo, le llegaba a mitad del cuello. Vestía pantalones tejanos azules y un jersey ligero de cuello alto del mismo color. Parecía poca ropa para semejante frío, pero enseguida me di cuenta de que había bajado de un pequeño coche que la esperaba, mal estacionado, a unos pocos metros de donde estábamos. Al volante había un hombre maduro con calva y bigotes.

– ¡Me quiero morir!"– exageró la muchacha. –¡Usted no sabe cómo me gusta todo lo que escribe!–. Y sin esperar respuesta volvió a preguntar –¿Puedo darle un beso, señor Bioy?

El aludido asintió con la cabeza mientras adelantaba ligeramente una mejilla.
Poco después, cuando la apasionada lectora ya había vuelto al coche y se despedía agitando las manos tras el cristal, ABC comentó en un tono de voz apenas audible –Pobrecita... ¡Qué mal gusto tiene!–.

Era evidente que se sentía muy halagado por aquel encuentro.
– ¿No le pareció muy linda?– dije yo.
– Si –respondió Bioy con la mirada perdida– Hoy tuve suerte.

* Elegí, para que me acompañaran en la vida, mujeres. Si pienso en las elegidas me pregunto si no elegí mal.
* Las mujeres son como las venéreas de antes: por un corto placer, una larga mortificación.
* Yo, que dejé de querer a las mujeres cuando se afearon, achacoso y viejo, ¿me resignaré a que me abandonen?
ABC, Descanso de caminantes.

Aquel era nuestro segundo encuentro. Dos o tres años antes había ido a escucharlo a la Universidad de Barcelona en unas jornadas de literatura latinoamericana. Me subyugó su actitud sencilla, relajada, y la forma en que ilustró la relación con Borges. Contó cómo atravesaban media ciudad charlando acaloradamente, sin dar ninguna importancia a que sus pasos los llevaban siempre al mismo lugar: un desangelado puente en medio de una zona fabril sin ningún interés especial.

Muchos años después algún joven periodista se enteró de aquellas largas caminatas y, suponiendo que esas dos personas cultas y exquisitas harían un recorrido de lo más sofisticado, decidió reconstruir el paseo pertrechado con cámaras de todo tipo. La desilusión frente al áspero paisaje de chimeneas y techos de chapa acanalada fue de tal magnitud que el reportaje nunca llegó a publicarse.
Cuando terminó el coloquio me acerqué con un clavel amarillo que había cortado de un gran ramo que adornaba la sala.

– No es el color que hubiera elegido para usted, señor Bioy, pero es el único que tenía a mano.
Tomó el clavel con gran delicadeza entre sus dedos largos y descarnados.
– Muchas gracias –, me dijo. – Todas las flores son hermosas.
Hablamos un largo rato y cuando le expliqué por qué hacía muchos años que no visitaba Argentina, me recomendó hacerlo pronto y sin temores.
– Es un hermoso país... La gente es muy cariñosa. Y verá que esta vez lo trataremos bien. Puedo asegurárselo.

(...) me contó que conoce a un tal (Alberto) Ure que da clases de teatro, a quien le allanaron dos veces el taller. La primera lo trataron bastante mal: violentamente lo pusieron a él y a sus discípulos de cara a una pared, los palparon y les revolvieron todo. La segunda vez fueron más amistosos. Lo trataban de Ure. "Pero, dígame, Ure, ¿qué hace que no se va?". "¿Dónde quiere que me vaya? No es fácil vivir en el extranjero". "Tiene razón, pero también piense que mientras vengamos nosotros a usted no le va a pasar nada, pero ¿y si vienen los encapuchados?" ABC, Descanso de caminantes.

Era sin ninguna duda un hombre encantador, dulce, amable.
"Está como un tren", decían las señoras más jóvenes. "Es un tipo guapísimo; ¡tan fino y elegante!", exclamaban, entre suspiros y con los ojos en blanco, las más maduras.
– Cuando era un hombre entero–, confesó durante el almuerzo en La Biela, –solía tener muchísimo éxito con las mujeres.
Sus ojos, ya de por sí transparentes, parecieron diluirse en la tristeza.
– Pero todo eso ya pasó. Ahora soy sólo un medio hombre.
Mientras decía aquello sus manos acariciaban el mantel, barriendo las pequeñas migas de pan, aplanando las arrugas. Conservaba la piel curtida, seca y dura, de los hombres que enfrentan al sol sin protecciones.

15 de septiembre de 1982. Cumplo mi sesenta y ocho aniversario escribiendo y acostándome con mujeres como siempre. Como desde hace cincuenta y cuatro años por lo menos. ABC, Descanso de caminantes.

ABC había llegado al restaurante La Biela un poco después que nosotros. (Mariano Roca, de Tusquets Argentina, era el otro comensal.)
Cuando lo ayudamos a quitarse el abrigo, un mechón de su pelo gris y bien cuidado se separó del resto; quedó tieso y fuera de lugar, como un plumón rebelde. Aunque no tenía ningún sentido que fuera así, aquella tontería me produjo tristeza. Era como un raspón en una pared impoluta; el anuncio de lo inexorable.
Debí haberle dicho que se pasara una mano por la nuca y solucionara de una vez el desperfecto. Sin embargo no lo hice. Pensé que su coquetería no podría perdonarme. Tampoco me atreví a arreglárselo yo. Algo en Bioy hacía pensar que cualquier acercamiento físico, por mínimo que fuera, sería mal recibido.

(...)me encontré con Gudiño Kieffer. Fui muy amable con él. Nos reímos bastante.(...) De pronto, en voz baja y mirándome fijamente, me dijo: "No creas que lo que voy a decirte es una manifestación de homosexualidad: sos un hombre lindísimo". Desde ese momento encaminé la conversación preferentemente hacia mi vecina de la izquierda, María Esther de Miguel, y hacia Silvina Bullrich, que estaba un poco más lejos. ABC, Descanso de caminantes.

Durante el almuerzo hablamos de muchos temas distintos sin profundizar demasiado en ninguno. El clima a nuestro alrededor era festivo. Unas mesas más allá un diputado peronista festejaba vaya a saber qué cosas con un grupo de correligionarios. Parecía como si después de cincuenta años, el pueblo, "la negrada", hubiera accedido, al menos por medio de sus representantes, a ciertos lugares que había tenido vedados antes del "peronazo".

En un momento de la comida, el político en festejos (rostro apaisado, traje oscuro, chaleco cruzado, corbata brillante y peinado a la gomina con enhiesto jopo sobre la frente) se acercó a nuestra mesa.
"Maestro Bioy, ¡qué alegría de verlo!". Llegué a pensar que el diputado besaría, rodilla en tierra, la mano de nuestro anfitrión, sin embargo no lo hizo y después de las presentaciones de rigor regresó satisfecho a su mesa. ABC esperó en silencio que el diputado volviera a sentarse. Recién entonces se dirigió a mí para decir en voz muy baja y con evidente gesto de desagrado:
– ¡Vaya personaje! Esta es la gente que no le conviene frecuentar si algún día decide volver definitivamente a nuestro país.

Apasionado cinéfilo, cliente habitual de las sesiones vespertinas, no le gustaba ninguna de las películas que se habían hecho a partir de sus textos, sin embargo elogió la versión televisiva de su cuento Dormir al sol, protagonizado por la actriz Bárbara Mujica, "esa hermosa mujer de voz tan sensual", según dijo.

Durante nuestro encuentro eludió cualquier opinión sobre otros escritores con una frase ambigua: "Ya bastante castigo tienen con su profesión, los pobrecitos". En aquel momento yo no sabía que esa actitud medida, esa ironía elegante, tenían una ácida contrapartida en los despiadados comentarios que, junto a dísticos, sueños, necrológicas, proyectos y elucubraciones de todo tipo, atiborran las casi 20.000 páginas del cuaderno de notas, o diario íntimo, que el "otro" Adolfo Bioy Casares escribió durante más de cincuenta años, y ahora, en una acotada selección de Daniel Martino, edita Sudamericana bajo el título (¿también irónico?) de Descanso de caminantes.
No hay en este "libro de brevedades", como le hubiera gustado llamarlo a su autor, literatura de alto vuelo ni especiales hallazgos estilísticos. Sin embargo, para los que conozcan a los personajes que transitan por sus páginas bajo la mirada atenta y el oído agudo de Bioy Casares, puede haber abundantes dosis de nostalgia y mucha, muchísima diversión.

*El país entero rinde homenaje a Victoria Ocampo. Errare humanum est.
*No creo que Cortázar tuviera una inteligencia muy despierta y energética. Desde luego sus convicciones políticas corresponden a confusos impulsos comunicados por un patético tango intelectual. Le gustaban las novelas góticas. Creía en la astrología.
*¿Que la llame en París a Gloria Alcorta? Mi única vida es demasiado corta.
*Murió Beatriz Guido. Una de las personas más auténticamente encantadoras que conocí; inteligente, viva, buena, mentirosa impenitente y desorbitada, graciosa, cariñosa. Dijo que si escribía una nota sobre una de sus novelas se acostaría conmigo. La escribí y nos acostamos, riendo de la situación.

ABC, Descanso de caminantes.

Barcelona, noviembre de 2001