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Borges y Bioy Casares comentan una nueva novela de Manuel Mujica Lainez. Borges dice: "No parte de una situación o de unos personajes. Parte de algo que no es nada. Por ejemplo, una vieja que vive sola en una quinta. Después agrega episodios que le divierten: homosexualidad, porque es moderna, algunos muchachos que él conoce, la historia de ese príncipe portugués que fue a un baile y al que nadie se le acercaba porque no sabían cómo tratarlo, si de Alteza, Monseñor o simplemente señor... Yo creo que escribe novelas porque es chismoso. Después el lector se pregunta lo que habrá querido decir el autor y eso es precisamente lo que el autor nunca supo". Acabo de releer "El salón dorado", el último de los cuentos de Misteriosa Buenos Aires, publicado por primera vez en 1950 y reeditado por Alfaguara en el primero de los dos tomos de Cuentos Completos", una exhaustiva recopilación de las narraciones cortas de Manuel Mujica Lainez. La historia de Doña Sabina, esa gran señora oligárquica y autoritaria que lo pierde todo sin darse cuenta de nada, está ambientada en 1906. Parece, sin embargo, una metáfora de la Argentina actual. Si, como decía Borges, su autor no tenía idea de lo que estaba diciendo, al menos debemos suponerle cierta clarividencia que, doy fe, no le hubiera molestado. De recuerdos y melancolías En la ciudad de Buenos Aires, el signo de Capricornio llega acompañado por el verano, envuelto en calores y humedades de verdad insoportables. Sin embargo el señor que estaba frente a mí vestía una chaqueta tipo esmoquin de suave paño negro sobre un chaleco cruzado en brocado de fantasía y una camisa blanca de mangas tan largas como para dejar ver sus puños vueltos, notablemente enriquecidos por unos gemelos rectangulares de oro labrado. "¡Qué tipo ridículo!", pensé. Lucía con evidente orgullo un plastrón de crespón brillante cuando todos los jóvenes modernos habíamos decidido que la corbata era un complemento innecesario, estúpido, obsoleto. Llevaba bastón con empuñadura de plata al mismo tiempo que los Rolling Stones proclamaban sus simpatías por el demonio agitando la pelvis como ni el mismísimo Elvis Presley se había atrevido a hacerlo nunca. Si no hubiese sido tan joven, si mi espíritu no hubiera estado poseído por liviandades, menosprecios y autosuficiencias que se consideran propios de la edad que yo estaba atravesando en aquel momento, tal vez podría haber sido menos prejuicioso. Porque, ¿cómo osaba tildar de ridículo al señor que estaba a mi lado, teniendo en cuenta la ropa y la melena que yo mismo llevaba, el corte de pelo y los atuendos que lucían todos los otros asistentes al sarao en el que nos encontrábamos? Camisas de "voile" estampado, de seda salvaje, de satén y cretona; camisetas de algodón teñido, manchado, bordado o impreso; pañuelos atados a los brazos y las piernas, rodeando el cuello o la cabeza; pantalones con los bajos acampanados -"oxford", según los argentinos- que, en todos los colores imaginables, parecían derramarse sobre zuecos, zapatos de plataforma o sandalias de tipo artesanal que, para no pasar desapercibidas junto a tanta extroversión ambiente, se mostraban decoradas con abundancia de tiras, tachas metálicas y repujados diversos. Ahora no me caben dudas en cuanto a que nuestros ropajes eran tanto o más insólitos que los que llevaba el atildado señor que tenía frente a mí, sólo que éste parecía haberse fijado en una edad pretérita, en un dandismo que podía verse solamente en las películas de época, mientras que nuestros atuendos correspondían a la extravagancia de moda, aquella que nos llegaba, aupada por todos los medios de difusión, sacralizada e inobjetable, desde Inglaterra y Estados Unidos. Aquel día festejábamos el cumpleaños número treinta del arquitecto David Mulhall. Sujeto con orgullosa abnegación a sus raíces anglosajonas, nuestro común amigo había decidido conmemorar su aniversario con un "open house": un día completo de puertas abiertas y "esmerado servicio de buffet" para todos aquellos que se acercaran a felicitarlo. Debo confesar que me sentía algo incómodo. Era un recién llegado al grupo de selectas amistades del dueño de casa, casi todas ellas presentes en la fiesta. Allí se encontraban un buen número de jóvenes arquitectos, pero también varios escenógrafos y decoradores, artistas plásticos, periodistas y profesionales de la publicidad, alguna gente de teatro y dos o tres modelos de éxito. En suma: una porción tan juvenil como prometedora del "tout Buenos Aires" y su autodenominada "Beautiful People". Era evidente que nadie sobrepasaba los treinta y pocos años, salvo el pintoresco personaje que estaba frente a mí, ese señor maduro del plastrón anacrónico al que le brillaba la calva casi tanto como los ojos pequeños, retintos y burlones, dos puntos de luz oscura bajo unas cejas negras de trazo grueso que parecían copiadas de las de Groucho Marx . Un bigote hirsuto y bastante canoso ensombrecía apenas el labio superior, embozaba un poco la sonrisa; una presencia casi constante, diría que giocondesca, en aquella cara inequívocamente masculina. La
voz del dueño de casa acabó con mis soliloquios: Hacía
calor, pero una brisa fresca movía las ramas más tiernas
de las acacias que llegaban desde la acera cercana hasta el amplio balcón
del piso donde estábamos, en un barrio muy tranquilo, residencial,
de la zona norte de la ciudad.
"Bueno, Dante", dijo Manucho, mientras dejaba su copa sobre
uno de los pilares que sostenía la barandilla del balcón.
"Aunque no te conozco ni sé absolutamente nada de ti, con
sólo mirarte podría asegurar que te dedicas al arte...
¿A la plástica quizás?" Esa misma noche le confesé que no había leído ninguno de sus libros. No pareció ofenderse, pero me hizo prometer que si me regalaba su último volumen de cuentos, no sólo lo leería, sino que además le daría mi opinión sobre él. Desde aquellos días hasta hoy he trajinado muchas casas y varios países. Ahora me pregunto dónde habrá ido a parar aquel ejemplar de "Crónicas reales"con su cariñosa dedicatoria autografiada. A partir de ese primer encuentro nos hicimos amigos y ya como tales nos vimos muchas otras veces. Me invitaba a cenar a restaurantes de lujo: yo iba de denim azul, él de terciopelo oscuro. Los camareros lo atendían como a una celebridad real y a mí como a su príncipe consorte. Le gustaba comportarse como lo que era, un auténtico caballero de otra época. Cedía el paso, separaba la silla para que te sentaras, te acercaba el menú para que eligieras primero. Si bien mi vanidad seguía creciendo alimentada por tantas gentilezas, a la mayor parte de mi persona no le gustaba en absoluto el papel que le había tocado en suerte.
Poco tiempo después Manucho encontró un partenaire a su
medida; alguien que creyó las profecías que el escritor
quiromántico había leído en las líneas de
su mano y decidió aceptarlas como episodios ineludibles de su
destino. Fue
en algún mes cálido, primaveral supongo, de 1975. Nos
encontramos por casualidad en el chiringuito central de la Galería
del Este. Ya no se veían hippies urbanos ni gente extraña
con ropas y peinados extravagantes. El gobierno peronista, poco amante
de las minorías, los había borrado de Buenos Aires. Manucho
recién llegaba de un largo viaje por Europa y se lo veía
triste, más envejecido, notablemente fatigado. Le conté
que estaba harto de la situación política, de los constantes
apuros económicos; de la triple A, del terrorismo y la policía;
que tenía intenciones de buscar otro lugar para vivir, fuera
de Argentina. DB/enero 2002 |
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Caminábamos en silencio por una limpia y desolada avenida Alvear hacia la cercana calle Posadas. Todas nuestras palabras las habíamos gastado durante el extendido, abundante almuerzo, sentados a la mesa que el restaurante La Biela mantenía siempre reservada para uno de sus clientes más prestigiosos, quizá también el más fiel. Así como en aquel lugar habían llamado mi atención los cuidadosos zurcidos de manteles y servilletas (¿quién podría pagar ese trabajo en una ciudad del primer mundo?), ahora me asombraba viendo las calles del barrio de la Recoleta tan desiertas. El mismo viento que barría las hojas caídas de los plátanos en los alrededores de la Plaza Francia, se había llevado, vaya a saber dónde, a todos los posibles transeúntes. Era el atardecer de uno de los primeros sábados de julio de 1993 y aunque no puedo recordarlo con precisión tiene que haber sido una tarde especialmente fría: sé que los tres llevábamos guantes, bufandas y abrigos muy pesados. El de Mariano y el mío eran azules. El de Adolfo Bioy Casares color piel de camello. Supongo que una persona de su clase nunca se hubiera permitido usar un abrigo oscuro durante el día. Sin embargo todos coincidíamos en el gusto, tan tradicional, tan argentino, por las bufandas escocesas. Por suerte los clanes elegidos no resultaron ser los mismos. Habíamos decidido acompañar al ilustre escritor hasta su casa y hacia allí íbamos. Vivía con su mujer, Silvina, ya muy enferma por aquellos años, en el quinto piso del sobrio edificio que el padre de las Ocampo, Manuel, ingeniero civil y arquitecto, había construido especialmente para sus hijas, destinando, con un talante entre regio y democrático, una planta completa para cada una de ellas. Esta casa poco a poco se convierte en un museo de mi familia. Aquí hay cosas que el tiempo todavía no se ha llevado. Cuando yo muera, probablemente se las lleve. El lado bueno: siempre puede uno descubrir algo, en un cajón, en algún anaquel. El lado malo: cierta melancolía que se respira. (ABC, Descanso de caminantes.) Veinte
metros antes de que pasáramos frente al Hotel Alvear Palace,
uno de los más tradicionales de Buenos Aires, se encendió
la iluminación nocturna. El afrancesado edificio, gris hasta
ese momento, se cubrió de un tono cálido, entre beige
y dorado. Mientras algunos hombres de uniforme descargaban maletas de
un Mercedes negro estacionado frente a la entrada principal, una rubia
de edad imprecisa con un abrigo corto de piel oscura bajó del
asiento delantero del coche y se dirigió con paso resuelto hacia
el hotel. Llevaba gafas de sol con armazón metálica y
a la distancia sus piernas me parecieron extremadamente largas y delgadas.
El cielo estaba limpio, azul, todavía luminoso. De
pronto una voz femenina me devolvió al lugar en el que realmente
me encontraba. La
que preguntaba pareció no oírlo. Era una mujer muy joven,
bastante alta y delgada. El pelo castaño, desordenado y crespo,
le llegaba a mitad del cuello. Vestía pantalones tejanos azules
y un jersey ligero de cuello alto del mismo color. Parecía poca
ropa para semejante frío, pero enseguida me di cuenta de que
había bajado de un pequeño coche que la esperaba, mal
estacionado, a unos pocos metros de donde estábamos. Al volante
había un hombre maduro con calva y bigotes.
¡Me quiero morir!" exageró la muchacha. ¡Usted
no sabe cómo me gusta todo lo que escribe!. Y sin esperar
respuesta volvió a preguntar ¿Puedo darle un beso,
señor Bioy? El
aludido asintió con la cabeza mientras adelantaba ligeramente
una mejilla. Era
evidente que se sentía muy halagado por aquel encuentro.
* Elegí, para que me acompañaran en la vida, mujeres.
Si pienso en las elegidas me pregunto si no elegí mal. Aquel era nuestro segundo encuentro. Dos o tres años antes había ido a escucharlo a la Universidad de Barcelona en unas jornadas de literatura latinoamericana. Me subyugó su actitud sencilla, relajada, y la forma en que ilustró la relación con Borges. Contó cómo atravesaban media ciudad charlando acaloradamente, sin dar ninguna importancia a que sus pasos los llevaban siempre al mismo lugar: un desangelado puente en medio de una zona fabril sin ningún interés especial. Muchos
años después algún joven periodista se enteró
de aquellas largas caminatas y, suponiendo que esas dos personas cultas
y exquisitas harían un recorrido de lo más sofisticado,
decidió reconstruir el paseo pertrechado con cámaras de
todo tipo. La desilusión frente al áspero paisaje de chimeneas
y techos de chapa acanalada fue de tal magnitud que el reportaje nunca
llegó a publicarse.
No es el color que hubiera elegido para usted, señor Bioy, pero
es el único que tenía a mano. (...) me contó que conoce a un tal (Alberto) Ure que da clases de teatro, a quien le allanaron dos veces el taller. La primera lo trataron bastante mal: violentamente lo pusieron a él y a sus discípulos de cara a una pared, los palparon y les revolvieron todo. La segunda vez fueron más amistosos. Lo trataban de Ure. "Pero, dígame, Ure, ¿qué hace que no se va?". "¿Dónde quiere que me vaya? No es fácil vivir en el extranjero". "Tiene razón, pero también piense que mientras vengamos nosotros a usted no le va a pasar nada, pero ¿y si vienen los encapuchados?" ABC, Descanso de caminantes. Era
sin ninguna duda un hombre encantador, dulce, amable. 15 de septiembre de 1982. Cumplo mi sesenta y ocho aniversario escribiendo y acostándome con mujeres como siempre. Como desde hace cincuenta y cuatro años por lo menos. ABC, Descanso de caminantes. ABC
había llegado al restaurante La Biela un poco después
que nosotros. (Mariano Roca, de Tusquets Argentina, era el otro comensal.)
(...)me encontré con Gudiño Kieffer. Fui muy amable con él. Nos reímos bastante.(...) De pronto, en voz baja y mirándome fijamente, me dijo: "No creas que lo que voy a decirte es una manifestación de homosexualidad: sos un hombre lindísimo". Desde ese momento encaminé la conversación preferentemente hacia mi vecina de la izquierda, María Esther de Miguel, y hacia Silvina Bullrich, que estaba un poco más lejos. ABC, Descanso de caminantes. Durante el almuerzo hablamos de muchos temas distintos sin profundizar demasiado en ninguno. El clima a nuestro alrededor era festivo. Unas mesas más allá un diputado peronista festejaba vaya a saber qué cosas con un grupo de correligionarios. Parecía como si después de cincuenta años, el pueblo, "la negrada", hubiera accedido, al menos por medio de sus representantes, a ciertos lugares que había tenido vedados antes del "peronazo". En
un momento de la comida, el político en festejos (rostro apaisado,
traje oscuro, chaleco cruzado, corbata brillante y peinado a la gomina
con enhiesto jopo sobre la frente) se acercó a nuestra mesa.
Apasionado cinéfilo, cliente habitual de las sesiones vespertinas, no le gustaba ninguna de las películas que se habían hecho a partir de sus textos, sin embargo elogió la versión televisiva de su cuento Dormir al sol, protagonizado por la actriz Bárbara Mujica, "esa hermosa mujer de voz tan sensual", según dijo. Durante
nuestro encuentro eludió cualquier opinión sobre otros
escritores con una frase ambigua: "Ya bastante castigo tienen con
su profesión, los pobrecitos". En aquel momento yo no sabía
que esa actitud medida, esa ironía elegante, tenían una
ácida contrapartida en los despiadados comentarios que, junto
a dísticos, sueños, necrológicas, proyectos y elucubraciones
de todo tipo, atiborran las casi 20.000 páginas del cuaderno
de notas, o diario íntimo, que el "otro" Adolfo Bioy
Casares escribió durante más de cincuenta años,
y ahora, en una acotada selección de Daniel Martino, edita Sudamericana
bajo el título (¿también irónico?) de Descanso
de caminantes. *El
país entero rinde homenaje a Victoria Ocampo. Errare humanum
est. Barcelona, noviembre de 2001 |
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